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El sistema eléctrico español tiene importantes problemas estructurales y algunos de ellos, en concreto, requerirían un profundo análisis antes de plantear un nuevo cupo de potencia renovable regulada que, se nos antoja, está motivado exclusivamente para cumplir los objetivos 2020 al menor coste posible.
En primer lugar, el sector de las energías renovables en España sigue afectado por una dramática inseguridad retributiva con el actual modelo, que se suma a los recortes retroactivos sufridos para reconducir un déficit que, en más del 50%, se había acumulado antes de la presencia de las renovables en el mix de generación. Además, las primas, a las que injustamente se las culpabiliza de todo, han sido inferiores al ahorro que proporcionan al coste de la generación en España y, hoy en día, la opinión pública ya es consciente de que si la luz sube es, entre otras cosas, porque seguramente hay poco viento.
Por ello, antes de cualquier nueva convocatoria, debería modificarse el sistema para poder tener una previsión fiable de los ingresos futuros adecuada a la inversión que se realizó en su día, o a la que se haría para instalar nueva capacidad.
En segundo lugar, nuestro sistema peninsular tiene, todavía, un exceso de capacidad instalada. Insisto en el ‘todavía’, ya que tanto en España como en Portugal es muy probable y razonable un escenario en el que la mayor parte de las centrales de carbón se cierren en los próximos años, en el que no se alcance el necesario consenso político en nuestro país para alargar la vida a las nucleares y en el que los ciclos combinados estén llegando al final de su vida operativa.
En lo que si hay consenso es en que el 100% de las nuevas centrales que se instalarán en España y Portugal – y en la mayor parte de Europa – lo serán con tecnologías renovables. Esta previsión nadie la pone en duda, no solo porque las renovables ya son más baratas que las convencionales, sino porque además ¿quién podría financiar en nuestro entorno una nueva central que queme combustible fósil y emita CO2?, ¿quién podría financiar una nueva central nuclear de la que no se sabe cuánto tiempo tardaría en construirse, cuánto habría costado cuándo se hubiese acabado y qué se haría con los residuos? Solo aquellos países que ven en la energía nuclear no solo una forma de generación de electricidad, parece que continúan con sus programas de construcción de nuevas centrales nucleares.
Si existe consenso en que todo lo nuevo será renovable y lo viejo, más pronto que tarde, acabará clausurándose, es necesario, por tanto, un análisis de prospectiva energética y una planificación que comience a incorporar capacidad de respaldo en la nueva potencia renovable a instalar en nuestro país. Y, esta capacidad de respaldo únicamente puede darse utilizando renovables gestionables y con almacenamiento. No olvidemos que el mix en 2025 será fruto de las decisiones que se adopten en estos momentos.
Por ello, los responsables energéticos deben afrontar el hecho de que, lo quieran o no los incumbentes, nos encontramos en pleno proceso de transición energética y que cuánto antes lo aborden en toda su dimensión y con el mayor consenso entre los partidos políticos, más apropiadas serán sus decisiones, tanto para el sistema eléctrico como para la economía española.
La llamada neutralidad tecnológica, a la que la Unión Europea ha puesto numerosos matices, puede parecer a priori la forma más eficiente de añadir capacidad al menor coste, pero no resiste el más mínimo análisis del valor que aportaría al sistema. Además, el riesgo de una concentración geográfica ineficiente y de su desequilibrado impacto en el modelo marginalista de costes del pool, no la hacen aconsejable para las futuras necesidades del sistema eléctrico.
La métrica que debería guiar las comparaciones en las nuevas subastas no debería ser la del mínimo coste, sino la del valor relativo al coste que cada tecnología aportará al sistema a lo largo de su vida operativa. Ya nos advertía Machado: “solo el necio confunde valor y precio”, aunque en estos momentos cabe también entender la respuesta a los compromisos con la Unión Europea en el horizonte 2020.
Una prospectiva energética consensuada daría las bases para realizar los cálculos de valor de cada tecnología en los distintos escenarios, pero asumiendo que es una ardua tarea y que no sería realista pensar en disponer de ella antes de la convocatoria de la subasta, parece razonable que ésta, si siguiese manteniendo el criterio de neutralidad tecnológica, tuviese al menos dos tramos diferentes. Uno reservado a las tecnologías ‘fluyentes’ sin almacenamiento y otro a tecnologías con capacidad de almacenamiento. En este segundo tramo podrían competir, en un terreno más equilibrado, la termosolar con almacenamiento con la fotovoltaica con baterías o la eólica con bombeo, por citar sólo algunos ejemplos. Es cierto que este segundo paquete tendría un coste diferencial respecto al primero, pero su valor para el sistema sería notablemente mayor que dicho diferencial.
Además, y aunque en Energía suelen responder que la política económica es de otro negociado, sería una pena que en esta profunda renovación del parque de generación a la que asistiremos en los próximos años, el Gobierno se permita ser ajeno a considerar que opción resultaría más beneficiosa para la economía y los empleos en este país, así como para reforzar la presencia competitiva de nuestras empresas en el exterior.
Por todo ello, y a la espera de esa hoja de ruta para la transición energética, solicitamos, como aproximación cargada de sentido, que la nueva subasta de renovables contenga un tramo diferenciado para tecnologías con almacenamiento.
Luis Crespo es presidente de ESTELA y de Protermosolar.