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La revolución energética es factible por los avances tecnológicos y reducción de costos en energías renovables y seguridad intrínseca en centrales nucleares de nueva generación, y también, porque la experiencia en muchos países certifica que su impacto en el crecimiento económico incluso es positivo. La reducción de costos ha sido espectacular, por ejemplo, en el caso de la energía eólica y solar; de esta última, cabe decir que en sólo 10 años, el precio de los paneles fotovoltaicos ha disminuido espectacularmente en más de 80% gracias a la manufactura masiva en China.
Este diciembre, en París, durante la COP21, el mundo se jugará su última carta para evitar los efectos más dramáticos del calentamiento global.
La diplomacia francesa apuesta su reputación mundial. Se trata de lograr un acuerdo internacional que permita reducir las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) a niveles compatibles con un aumento en la temperatura menor a 2°C. Este nivel es lo que la ciencia estima necesario para no perturbar de manera catastrófica el clima en el planeta. La implicación es seria, y significa abatir las emisiones de GEI en el mundo de 60,000 millones de toneladas, a menos de 40,000 millones para el 2030. Conlleva una verdadera revolución energética, y acabar con la deforestación brutal de bosques tropicales en Indonesia, y en la Amazonia brasileña principalmente, pero también en otros países del sudeste asiático, África y América Latina, entre ellos México.
Por su lado, los vehículos eléctricos son una realidad comercial y a precios que serán más accesibles conforme aumente la eficiencia y escala de producción de baterías. El fin de la edad del petróleo está a la vista. Afirmar que las energías renovables entorpecen el desarrollo o lastran la competitividad de una economía es una coartada; ocurre exactamente al revés.
La deforestación igualmente puede detenerse y revertirse, sólo se requiere voluntad política, aplicación firme de la ley, y un flujo de financiamiento que es totalmente asequible. Exige crear y operar muchas, grandes y nuevas Áreas Naturales Protegidas (parques nacionales y reservas de la biósfera), pagar a los propietarios campesinos por deforestación evitada, adquirir tierras para el dominio público y para su conservación a perpetuidad, sancionar a infractores (invasores de tierras, y a quienes desmontan y quemas selvas), y desarrollar sistemas eficaces de percepción remota y personal en campo para monitoreo y vigilancia. Demanda también estigmatizar a las empresas agroalimentarias, agroindustriales y de biocombustibles que promueven la apertura de nuevas tierras al cultivo de la palma de aceite, de soya, y de caña de azúcar, así como la ganadería extensiva.
Hasta ahora, 60 países han presentado a la ONU sus compromisos de reducción de emisiones entre el 2020 y el 2030 (llamadas Intended Nationally Determined Contributions; la traducción al español es un poco tortuosa, al igual que la política detrás de ellas). Las hay de todo tipo: reducciones absolutas, reducciones por debajo de una línea base proyectada, reducciones en intensidad de CO2 por unidad de PIB, o fin al uso del carbón. China y Estados Unidos, junto con Europa, asumen liderazgos, mientras que responsables evidentes y primordiales del problema como Brasil, Indonesia e India aún dudan. México fue de los primeros, con un ofrecimiento relativamente ambicioso (emisiones máximas en el 2026, reducción hasta en 40% por debajo de línea base en el 2030, y deforestación cero para ese mismo año), que requiere ser aterrizado en políticas coherentes para lograrlo: sería imposible sin un severo carbon tax a los combustibles automotrices.
Sin embargo, las reducciones prometidas hasta ahora son insuficientes para lograr el objetivo de los 2°C. Es obvio ya que será indispensable revisar y profundizar los compromisos que se logren en París.