El cambio climático abre nuevos negocios y oportunidades por Antonio Cerrillo

El cambio climático abre nuevos negocios y oportunidades; el deshielo crea nuevas expectativas de explotar el gas y el petróleo en el Ártico", dice acodado en el bar del hotel Radisson Arne Holm, un periodista de 52 años (larga cabellera vikinga, barba rubia), que dirigió cinco años el diario local (Svalbardposten), el periódico que se edita más al norte del planeta. Holm habla de "un Ártico de paz" y basa su pronóstico en el reciente pacto (en abril) entre Noruega y Rusia para fijar una frontera marítima entre estos dos países en el mar de Barents tras 40 años de desavenencias.

Sin embargo, la historia enseña que la lucha por los recursos naturales en la región ha sido convulsa. Siete años después de que William Barents descubriera las Svalbard (1596), el navegante inglés Henri Hudson puso en aviso a la población inglesa sobre la gran cantidad de ballenas boreales encontradas en esas aguas intocadas. Un capitán inglés llegó a decir en 1610 que era duro navegar en un Isfjorden atestado de ballenas boreales. Avisos como estos llegaron a Londres y Países Bajos, y dieron origen a reiterados viajes para cazar ballenas a las Svalbard. Ingleses, holandeses y franceses entraron en conflicto e, incluso, estos últimos países se vieron las caras a cañonazo limpio en la batalla naval más septentrional de la historia (Sorgfjord, 1693) antes de repartirse las áreas de influencia. Entre 1610 y 1915, un total de 39.251 viajes fueron hechos al Ártico para cazar ballenas boreales.

De la misma manera, la caza del zorro, la foca o el oso también están teñidos de sobreexplotación. En cambio, la explotación del carbón en las Svalbard (iniciado a principios del siglo XIX) dio lugar a un reparto de ejemplares de asentamientos entre varios países, con una destacada presencia rusa en las minas de Barentsburg o en Pyramiden (aunque este último, cerrado en 1998, es un pueblo fantasma con ruinas de la arquitectura estalinista).

La historia de esa tierra de nadie dio lugar al tratado de París (1920) mediante el cual Noruega vio reconocida la soberanía sobre el archipiélago, aunque, a cambio, se garantizaba el derecho de los demás firmantes (41 países, entre ellos España) a tener libre acceso para aprovechar sus recursos naturales, incluidos los pesqueros en las aguas territoriales inmediatas. Y el tratado prohibió los usos militares en las Svalbard.

No obstante, la interpretación del tratado de París está siendo conflictiva. Y así, entre mayo del 2004 y junio del 2007, siete bacaladeros españoles fueron apresados por las autoridades de Noruega, acusados de incumplir la reglamentación pesquera del país en la zona. Otros incidentes similares se han dado con buques rusos o islandeses.

El origen del problema es que Noruega creó en 1977 una zona de protección pesquera de 200 millas en torno a las Svalbard para gestionar estos caladeros. Así, excluía estas aguas de los aprovechamientos de libre acceso previstos en el tratado, aunque concede cuotas de pesca por criterios de historicidad (de las que se benefician este año, por ejemplo, seis bacaladeros españoles).

El resultado del desacuerdo es que Noruega estima que tiene derecho a inspeccionar, retener y sancionar los barcos mientras que España interpreta, sin embargo, que el tratado de París debe aplicarse al mar territorial inmediato y también a las 200 millas. Y, sin cuestionar las inspecciones noruegas, afirma que, si hay una posible infracción de buque español, "la potestad sancionadora es España, como Estado de pabellón, por ser aguas bajo un régimen especial", indica el Ministerio de MedioAmbiente, que destaca el clima de diálogo.

En cualquier caso (y salvando todas las distancias), el litigio ilustra el tipo de conflictos que pueden originar las nuevas perspectivas de explotación del Ártico, centradas ahora en los yacimientos de gas y petróleo. El 13% de los recursos de petróleo por descubrir y el 30% de los del gas podrían estar bajo el Ártico.

Y la batalla para acotar esa nueva frontera en el mar ha empezado. En virtud de la convención de la ONU sobre el derecho del mar, los países (en este caso, EE.UU., Canadá, Dinamarca, Rusia y Noruega) pueden reclamar la soberanía sobre una plataforma continental (suelo submarino) de hasta las 350 millas si demuestran que el fondo marino es una continuación natural geológica de su propio territorio. Y Noruega ya ha documentado ante la ONU esa plataforma en dirección al polo Norte más allá de las 200 millas.

Además, como ejemplo de su capacidad tecnológica, Noruega (Statoil) puso en marcha en el 2007, en el mar de Barents, la planta de licuefacción de gas natural de Snohvit (frente a Hammerfest). En ella, la empresa española Iberdrola compra anualmente 1.500 millones de metros cúbicos de gas natural, transportados en metaneros, para sus centrales térmicas de ciclo combinado, industrias y clientes domésticos. Mientras tanto, Rusia amplía sus prospecciones y proyectos de gas en la zona.

En el puerto de Longyearbyen, Iris Menn, dirigente de Greenpeace que viaja con el buque Esperanza, nos enseña un mapa del Ártico plagado de posibles conflictos, mientras pide una moratoria para la explotación de los hidrocarburos "para mitigar el cambio climático".

Los colonos del círculo polar

Los habitantes de Longyearbyen, la localidad más septentrional del planeta, a 1.330km del polo Norte, soportan temperaturas de 20 grados bajo cero y se mueven en motonieves por caminos iluminados sólo por sus faros.

Una mezcla de sensaciones contradictorias abruma al visitante en Longyearbyen (latitud 78º 15′ norte), la localidad más septentrional del planeta (2.080 habitantes), a 1.330km del polo Norte. Sus habitantes pasan cuatro meses en completa oscuridad, soportan temperaturas de 20 grados bajo cero y se mueven en motonieves por caminos iluminados sólo por sus faros. Pero la globalización pisa los talones del círculo polar ártico. Los restaurantes sirven comida internacional; disponen de conexión wi-fi en la calle, y el turismo naviero ha puesto la proa hacia esta naturaleza intacta. Los contrastes se perciben nada más adentrarnos en el fiordo, entre montañas nevadas, picos helados y glaciares, tras los cuales aparece una caótica jungla de naves y almacenes portuarios que recuerdan el viejo poblado minero. Luego, el centro de Longyearbyen es la imagen de la provisionalidad con casas de madera y porches al estilo del Far West junto a un moderno museo de diseño escandinavo. Y, al cabo de unas horas, nos transportan al centro de una película de ciencia ficción al visitar un alto con decenas de radares protegidos por cúpulas blancas de plástico en medio de una montaña también blanca, nevada y neblinosa.

Pero el presente de Longyearbyen lo condiciona una naturaleza que lo invade todo, incluido el riesgo de toparse con los osos. Hay que protegerse del plantígrado si se sale al campo; y en las tiendas y comercios, se recuerda que está prohibido entrar con rifle. Unos lo dicen con señales (un rifle con una diagonal en rojo) y otros con humor: "Todos los osos que hay dentro de esta tienda están realmente muertos; al entrar deje el rifle al encargado, por favor". "Al principio, eran molestas tantas precauciones para protegernos de los osos, pero al final te acostumbras. Nunca vamos solos y cuando salimos a la montaña siempre vamos con rifle", dice Astrid Meek.

Longyearbyen es el reflejo de un mundo en transformación. El asentamiento minero cayó en crisis y el Gobierno noruego ha impulsado una pluralidad de actividades para dar entrada a un centro universitario, telecomunicaciones y un turismo atraído por una naturaleza en la línea de frente del cambio climático. La inmigración ha hecho duplicar la población en 20 años.

Sigri Sandberg, como otros colonos, dejó el continente y decidió acompañar en la aventura a su marido, un policía desplazado a Longyearbyen, y aquí, tras cinco años, se ha acostumbrado al frío y la nieve y a los cuatro meses de noche polar: no hay luz solar entre el 28 de octubre y el 14 de febrero. Por eso, ya se mueve como pez en el agua con las motonieves. "Llevo a los niños a la guardería cada día en la motonieve. Es fácil conducirla, aunque es peligroso, porque no hay carretera y hay tramos embarrados, con lo que es fácil que haya accidentes. Por suerte, sin embargo, no hemos sufrido ninguno por ahora, aunque cada año los hay", explica.

"Claro que hay gente que se deprime aquí; pero la culpa no es de la nieve, sino de la falta de luz del sol en los meses de oscuridad; pero cuando regresa la luz solar en febrero es como si recargaras las pilas", dice el taxista Preben Andreassen. Mientras tanto, los planes de Astrid Meek son seguir trabajando unos años aquí para explorar la naturaleza y "ganar un dinero extra", aunque su deseo es volver a Fredrikstad, al sur de Noruega.

Los cambios del poblado se reflejan en un urbanismo improvisado y confiado: motonieves mal aparcadas, esquís y trineos para niños en cualquier esquina, postes de madera de electrificación y calles sin asfaltar. Y el mobiliario urbano es tan escaso, que ofrece una sensación de espacio inabarcable o la conciencia de que se está arrebatando un trozo a una naturaleza virgen. En este valle de un antiguo glaciar, las viviendas se levantan sobre pilares para evitar el contacto con el suelo helado y en el interior de todas las edificaciones un gran recibidor permite dejar las botas. En el interior se anda descalzo.

Pero aquí crece una población próspera, con un supermercado bien abastecido, galerías comerciales, guarderías, tiendas de marcas de ropa o de coches, kebabs y pizzas, agencias de viajes y comercio de ropa de montaña y exploración, para satisfacer la demanda de los jóvenes colonizadores, que disponen de todas las mercancías gracias al aeropuerto. Sigri explica que sus hijos nacieron en el continente, en Noruega, porque el hospital local no ofrece servicios sanitarios de maternidad, y que cada 8 de marzo celebra la llegada de los primeros rayos del sol, aunque cría a sus hijos con las costumbres noruegas.

La población tiene una iglesia luterana (una sucesión de acogedoras salas de estar con sillones, cortinas y chimeneas) que acoge los servicios de otras confesiones mientras pone a prueba su tolerancia con la comunidad rusa (el 45% de la población) y un turismo creciente. "Lo mejor es el invierno, porque todo está tranquilo. Tienes más tiempo libre, mientras que en verano puedes ir en trineo con perros, en barco o hacer excursiones", dice una joven lituana en el bar del hotel Radisson. Y lo mismo opina Andreassen: "En los meses de noche polar, la vida de la gente es menos estresante; apenas hay turistas que nos visiten y aprovechamos el tiempo libre para visitar otras casas, o ir de bares y restaurantes". Y cuando regresa la luz en febrero, se multiplican las opciones de ocio. "Si te gusta la naturaleza, tenemos la mejor; caza, pesca, esquí, motonieve…" Hasta coro. Todo para retener a los colonos y no perder el Norte.

El termómetro del planeta

El Ártico es el termómetro del planeta, una región especialmente sensible al cambio climático. La extensión del hielo marino se ha reducido en verano casi un 40% desde 1979. Para conocer esa geografía en transformación, La Vanguardia participó en un viaje a bordo del buque de exploración Fram, que permitió recorrer el archipiélago de las Svalbard (al norte de Noruega, a unos 1.000 kilómetros del polo Norte) partiendo desde el cabo Norte.

Científicos y otros viajeros recorrieron los singulares paisajes de unas islas convertidas en laboratorio de investigación sobre cambio climático.

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