El cambio del Ártico por Antonio Cerrillo

Es un enclave de primera línea para explorar los efectos del cambio climático y hasta aquí se desplazan muchas expediciones científicas y algunos viajeros curiosos.

El barco se ha abierto camino y ha dejado una estela en el mar de hielo. Placas de unos 60 centímetros de grosor cubren la superficie en la costa suroeste de las Svalbard, frente al fiordo de Hornsund y Sorkapp Land.

Un gran estruendo ha despertado a los viajeros del MS Fram, un barco de exploración de 114 metros de eslora que recorre la costa occidental de las islas Svalbard, un archipiélago situado al norte de Noruega, entre el océano Ártico y el mar de Groenlandia y a unos 1.000 kilómetros del polo Norte geográfico. Son las seis de la mañana, y los pasajeros han saltado literalmente de la cama, aunque el sol en ningún momento ha desaparecido del cielo en esta irreal noche polar. La cubierta se llena de cámaras, prismáticos y flashes.

Las placas de hielo visibles desde el camarote empiezan a menudear y, en poco tiempo, observadas desde la cubierta, rodean el barco hasta formar una masa helada cada vez más espesa. Al principio, son bloques de hielo pequeños, con formas irregulares de unos 60 centímetros de longitud y medio metro de grosor. Pero, a medida que el barco avanza, aumentan de tamaño. Y, al final, lo ocupan todo. Casi no se ve agua en el mar.

El barco navega cansino entre los bloques de hielo, que ocupan un área inabarcable a la vista. Cada golpe con la proa provoca otro estruendo que aparta las placas violentamente. Una vez desplazadas, chocan entre sí, se superponen, se atropellan, se deforman, y van desencajando un puzzle infinito.

Los impactos estremecen todo el barco con un ruido continuo que se hace intenso por momentos. El ritmo del balanceo es un sismograma que mide la intensidad y la resistencia de cada placa. Casi se pueden contar las veces que la proa siega una placa con su bulbo ariete rompehielos.

Así surca su camino el Fram en la costa de las Svalbard, en una expedición divulgativa en la que científicos, periodistas y viajeros explorarán unas islas que, con una superficie que duplica la de Irlanda, se han convertido en el gran centro de experimentación e investigación sobre el cambio climático. Las Svalbard son un balcón a las transformaciones que convulsionan el círculo Ártico. Ahora, todos los pasajeros ansiosamente fotografían, graban, otean con prismáticos esta geografía menguante de hielos árticos en regresión como consecuencia del cambio climático.

Las Svalbard marcan el límite de las zonas del hielo marino permanente. A principios de junio, cuando el Fram recorre las costas oeste y suroeste, aún están llenas de hielo. El capitán no garantiza que se pueda rebasar los 80º de latitud norte. “Este no es un barco rompehielos; para serlo debería estar más protegido, sólo podemos atravesar placas de 50 o 60 centímetros”, explica el capitán, Rune Andreassen.

El deshielo se retrasó este año un mes en el Ártico. En abril, la banquisa empezó a declinar; pero en mayo se aceleró drásticamente y a principios de junio “la superficie total derretida ya supera el área de deshielo acumulada por estas fechas en el 2007”, el año que acabó marcando un récord de deshielo al finalizar el verano, explica Olav Orheim, un glaciólogo noruego que acompaña la expedición y que es secretario ejecutivo del Consejo de Investigación de Noruega. Pero es pronto para saber si este septiembre se volverá a marcar un nuevo récord. “Eso dependerá de las condiciones meteorológicas y del viento. Debe darse un verano muy caluroso para que se produzca”, dice Orheim.

El hielo en el océano Ártico alcanzó su mínimo histórico en septiembre del 2007, cuando su extensión se redujo a 4,2 millones de kilómetros cuadrados, frente a los 7,8 millones que alcanzó en 1980, lo que supuso una pérdida equivalente a unas siete veces la superficie que ocupa España. En septiembre del 2008, registró la segunda extensión más baja de nieve desde 1979, y en el 2009 el mínimo alcanzado a final del verano supuso el tercer récord.

En el barco viaja Sigri Sandberg, que repasa su vida en la capital del archipiélago, Longyearbyen, la localidad más septentrional del planeta en donde viven familias. Allí reside desde hace cinco años. Dejó el continente y decidió acompañar a su marido, policía, en su traslado a este pueblo de 2.080 habitantes, donde se ha acostumbrado al frío intenso y a los cuatro meses de sol de medianoche, cuando los protagonistas son la nieve y el hielo. “Llevo a los niños a la guardería cada día con la moto de nieve. Es fácil conducirla, aunque es peligroso, porque no hay carretera, hay tramos embarrados y es fácil que haya accidentes; no hemos sufrido ninguno por ahora, pero cada año los hay”, explica en la proa del barco.

La banquisa ocupa grandes superficies. Los altavoces del barco confirman que no es posible entrar en el fiordo de Horsund, y la embarcación continua el trayecto paralelo a la costa. El color blanco del mar helado se prolonga sin interrupción hasta las montañas nevadas, abruptas y puntiagudas de Spitsbergen (principal isla de las Svalbard). Las nubes, también blancas pero luminosas, marcan el camino del primer fiordo de entrada en el archipiélago. Superada la capa helada marina, se vislumbra el mar abierto, una zona despejada de un azul intenso, a donde apunta la proa.
Olav Orheim subraya las anomalías climáticas en las Svalbard: “Hemos tenido durante los últimos inviernos temperaturas de cinco y seis grados superiores a la media en un mes normal. El cambio climático es un fenómeno general, pero en el Ártico se nota más”.

El resultado es que las comunicaciones ahora resultan más fáciles. “Antes, en invierno, solíamos tener el mar helado en todas partes; y hoy tenemos un océano más caliente que derrite el mar helado. Los barcos no podían venir a las Svalbard hace 50 años en invierno. No podían llegar a principios de año a Longyearbyen, la capital, sino que paraban en diciembre. En cambio, ahora se puede venir todos los meses del año”, dice Orheim. “Hay mucho menos hielo que antes. Yo no estaba hace 50 años, pero la gente con experiencia asegura que hay menos hielo”, confirma el capital Andreassen, quien admite que es la primera vez que navega hacia Spitsbergen.

El explorador Fridtjof Nansen tardó tres años, entre 1893 y 1896, en cubrir la ruta entre Siberia y las Svalbard, en un histórico pero frustrado intento de llegar al polo Norte –en el viaje, primero, empujado por hielo a la deriva, y después, a pie, se quedó en los 86º 14’ de latitud norte, sin poder rematar la gesta–. Ahora, ese recorrido en barco de tres años se podría hacer en sólo medio año, dado los enormes deshielos en verano, afirma Orheim.

De repente, a estribor, el manto blanco de la costa se ve iluminado por un sol con potentes rayos que se proyectan sobre la superficie marina helada; el paisaje se transforma en mil pequeños icebergs en aguas abiertas. Las aves –los elegantes araos de blanco y negro, las gaviotas tridáctilas y los frailecillos atlánticos, de vistoso pico coloreado– cortejan el barco y señalan su rumbo.

Sigri Sandberg explica que se ha acostumbrado a esta vida en Longyearbyen. Los niños nacieron en el continente, en Noruega, porque el hospital local no ofrece servicios sanitarios de maternidad. “Los niños siempre tienen que ir muy bien abrigados; el problema es que con tanta ropa no se pueden mover”, cuenta riéndose mientras enseña unas fotos de fiestas familiares en su ordenador antes de echar un vistazo al desfile de glaciares que se vislumbra tras los ventanales del barco.
El retroceso de las capas heladas y los glaciares continentales en las regiones árticas (Alaska, Canadá, Groenlandia, Noruega o Siberia) está haciendo subir el nivel de los mares.

“Los glaciares de las Svalbard que han tenido un seguimiento desde hace más tiempo registran una pérdida neta de unos 16 metros de altura en 40 años”, apunta Olev Orheim. Las mediciones del espesor de los hielos en dos de ellos (el Austre Broggerbreen y el Midre Lovénbreen) no dejan lugar a dudas. Pierden un grosor de 40 centímetros al año, según marcan las varillas que han venido siendo medidas en ellos desde 1967 y 1968, respectivamente. El último de estos glaciares finalizaba sobre la costa a principios de siglo, mientras que ahora la lengua de hielo se ha quedado tierra adentro. “La subida de temperaturas y las menores precipitaciones apuntan a una creciente contribución de las Svalbard al aumento del nivel del mar”, señala Orheim.

El barco llega a Ny-Ålesund, un antiguo enclave minero con aspecto de poblado de colonos, casas de madera de aire alpino y limpio y colores intensos (azul, rojo, teja…). Sin embargo, hoy este entrante de mar entre glaciares se ha convertido en un centro de investigación internacional sobre ciencias naturales y cambio climático, que acoge estaciones científicas de una docena de países. Sus investigadores pasean sus trajes de buzo, sus ordenadores y su ropa de montañeros por la única calle central sin asfaltar abierta entre tundra deshelada con líquenes y hongos de colores.

Un equipo científico franco-alemán está estudiando, por ejemplo, las consecuencias que puede comportar en la vida de los océanos el incremento de las emisiones de dióxido de carbono en la atmósfera. Los océanos absorben el 30% del CO2 de la atmósfera, y ese hecho es positivo, pues mitiga el calentamiento. Pero se ha superado el umbral admisible. Los caparazones calcáreos de los moluscos y crustáceos están en peligro. Sufren el mismo efecto que tendría meter una perla en un plato de vinagre.

“Ya se han hecho varios experimentos preliminares que parecen mostrar que ciertos organismos marinos con elementos calcáreos, como ostras, mejillones o pequeños caracoles, como los pterópodos, importantes en la cadena alimentaria del océano Ártico, se vuelven muy frágiles y tienen dificultades para producir su caparazón calcáreo cuando reciben una gran cantidad de CO2”, relata Jean Pierre Gatusso, coordinador del grupo franco-alemán del proyecto Epoca (una iniciativa de la Comisión Europea en la que participan 100 investigadores de 27 instituciones y 20 países).Si continúan los actuales ritmos de emisión de CO2 a la atmósfera, no sólo aumentará más la temperatura, sino que se intensificarán los niveles de acidez en el mar, con lo que se espera que para finales de siglo estos animales no puedan fabricar su caparazón.

La cadena alimentaria se puede resentir. “Los pterópodos son unos animales importantes para las ballenas y para los peces, mientras que los salmones, en ciertos periodos de tiempo, se alimentan en un 95% de pterópodos. Si éstos desaparecen, ¿qué va a pasar con los siguientes eslabones de la cadena alimentaria? ¿Podrán utilizar otras presas?”, se interroga Gatusso poco antes de enfundarse el traje de buzo y subir a la zódiac que le llevará mar adentro para continuar sus experimentos. En el año 2100, al ritmo actual, los océanos tendrán un nivel de acidez que nunca habrán alcanzado en los últimos 20 millones de años.

Los estudios sobre el cambio climático abarcan numerosas disciplinas. “Uno de los estudios que estamos haciendo debe servirnos para comprobar la cantidad de partículas de carbón negro procedentes de la contaminación generada en Asia y Europa. Estas partículas se depositan en la parte superficial de la nieve en el Ártico y hacen disminuir la radiación solar que sale reflejada”, dice Alessandro Conidi, investigador de la estación científica italiana. De hecho, la nieve y el hielo reflejan la radiación solar y esta sale rebotada, con lo cual se mitiga el calentamiento; mientras que las aguas marinas, los suelos oscuros (como la tundra) y las partículas negras de la contaminación absorben la radiación, lo cual intensifica el calentamiento y los deshielos en una espiral que alimenta el retroceso de los hielos. El incremento de la contaminación por las partículas de carbón negro podría contribuir a un deshielo acelerado también en los glaciares de China, alerta el Instituto Polar Noruego.

En Ny-Ålesund, se estudia también la historia del clima. Fósiles microscópicos en sedimentos de los fondos marinos o las burbujas de aire recogidas en perforaciones de hielos milenarios permiten datar estos testigos del pasado y reconstruir la historia de los cambios climáticos naturales. Así pueden compararse luego con el calentamiento perceptible en los registros instrumentales disponibles desde 1850, y que delatan la intervención del hombre.

Las Svalbard son un libro de la historia de la evolución y de las placas continentales, indica Marta Slubowska, geóloga polaca. El archipiélago estuvo cerca del polo Sur hace 650 millones de años; su rica vegetación tropical (de hace 356 millones de años) se convirtió en carbón que hoy explotan noruegos y rusos, y en el periodo jurásico (hace 199 millones de años) deambulaban por aquí dinosaurios. En el último periodo glacial (hace un máximo de 20.000 años) las islas quedaron sepultadas bajo la nieve que hoy se retira aceleradamente.

“Debemos conocer el clima del pasado. La temperatura, desde el último periodo glacial hasta nuestros días, ha aumentado cuatro o cinco grados. Pero este aumento se ha dado en 20.000 años. En cambio, ahora, las proyecciones apuntan a un aumento de temperaturas de cuatro grados en sólo cien años. La velocidad de ese calentamiento marca la diferencia. Si sumamos este calentamiento adicional, la temperatura alcanzará los 19 o 20 grados, eso significa que habría que remontarse a 40 millones de años atrás para encontrar una temperatura tan alta. Tanto el nivel absoluto como la velocidad de ese incremento no tendrían precedentes en la historia. Habría que remontarse a la época de los dinosaurios”, dice Mojib Latif, un meteorólogo de la Universidad de Kiel (Alemania) experto en modelos de predicción climática.

Aunque el viaje es divulgativo, en el barco, se ha celebrado la fiesta de Neptuno al superar los 80º de latitud norte. Dejarse enfriar por un cubito de hielo da derecho a un chupito de coñac. La tripulación –capitán incluido– concursa en desfiles para exhibir la indumentaria polar moda años 20. Las noruegas hacen migas con los daneses, y los periodistas alemanes demuestran estar al tanto de los fichajes del fútbol español. Los camareros filipinos o indonesios del barco multiplican la jornada como escultores de frutas tropicales o dando forma a bloques de hielo hasta convertirlos en una morsa translúcida. Y las jóvenes viajeras chinas pueden desafiar el termómetro bajo cero si hay que lucir el escote en una foto con un mar de glaciares al fondo para el recuerdo.

El viaje continua hacia St. Jonsfjorden, otro fiordo que acaba en un impresionante glaciar rematado con una lengua azul turquesa que cae en forma de estalactitas sobre el borde del mar helado. Su frente es una masa blanca que se confunde con la montaña del mismo color. Es una extraña estampa de un paisaje paralizado, de una belleza casi irreal que deja también la mente en blanco a Sigri Sandberg.

Ella afirma que ahora sus raíces ya están en Longyearbyen. Cada 8 de marzo celebra la llegada de los primeros rayos del sol, aunque ha criado a sus hijos intentado mantener las costumbres noruegas. En Longyearbyen hay una buena convivencia con la población de origen ruso y la de origen tailandés, la más importante comunidad de inmigrantes. Y está orgullosa de la iglesia luterana, que tiene la parroquia con un ámbito territorial más grande del mundo, y que acoge a casi todas las confesiones. Lo más difícil ha sido acostumbrarse a tener que ir con rifle para evitar el peligro de los osos cuando sale del pueblo.

En este trayecto, los osos no se han dejado ver. “El cambio climático, conjuntamente con la caza, es una amenaza para los osos polares. El calentamiento climático conduce a menos hielos marinos, que son hábitat principal de los osos polares, pues de estos hielos dependen del transporte entre las zonas, su alimentación, su reproducción y en algunas zonas la posibilidad de tener sus guaridas”, explica Dag Vongraven, experto de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

El futuro de las poblaciones de oso polar, repartidas en 19 áreas en que se distribuye este animal en el Ártico, está en peligro. En ocho zonas, estos animales están en declive; en tres, la población es estable y sólo en una aumenta el número de ejemplares. Hay siete zonas en las que no hay suficientes datos. Existe un acuerdo internacional, de 1973, firmado por cinco países, para proteger esta especie, pero permite una cuota para la población inuit de Canadá y Groenlandia, que puede invocar la caza por motivos tradicionales. Además, los osos pueden ser matados apelando a la defensa propia, y en las Svalbard cualquier salida al campo exige que el grupo vaya armado.

“En la parte noruega del mar de Barents y Svalbard, el oso polar está protegido totalmente y no se caza desde 1973. Sólo se puede matar a los osos en defensa propia. En la parte de Rusia, estaba protegido desde 1956, pero ha habido mucha caza ilegal. Por lo tanto, se puede decir que los osos polares de la subpoblación de Svalbard son los únicos que no se cazan”, dice Dag Vongraven.

La última etapa del viaje del MS Fram es Longyearbyen, el asentamiento con vida familiar y social más al norte del planeta. Con sólo 2.080 habitantes, está situado en la latitud 78º 15’N, a unos 1.338 kilómetros del polo Norte, pero Longyeabyen puede presumir de servicios: hoteles, piscinas, aeropuerto, periódico… En la puerta de las casas, las motos de nieve están mal aparcadas, los esquís, apoyados en la pared descuidadamente, mientras que los carros o trineos de plástico para llevar a los niños a jugar a la nieve aparecen por cualquier esquina.

Es el destino de Sigri Sandberg, que cuenta que los sueldos en Longyearbyen son aceptables. En las islas no es posible la agricultura, pero los aviones garantizan todo tipo de mercancías, “aunque a veces tienen problemas con las tormentas, o se dan episodios de falta de visibilidad, como el de los pasados meses por las cenizas del volcán de Islandia”. La comida y los productos frescos son más caros que en la zona continental de Noruega –un kilo de uvas vale ocho euros, y uno de limones, 5,5 euros–, pero las bebidas, el alcohol o el tabaco son más baratos porque no pagan tasas.

Todo tiene el aspecto de un pueblo por hacer, con un urbanismo deslavazado y los servicios básicos por ordenar. El paisaje lo marcan unos postes de luz que sugieren una incipiente electrificación, calles sin asfaltar y con escasa señalización para el tráfico y unas casas elevadas en parte sobre pilares de hasta cuatro metros para no tener contacto con el suelo helado (llamado permafrost).

La población se ha duplicado desde 1980, propulsada por la universidad y numerosas actividades. El viejo poblado minero se ha transformado en un centro universitario, que atrae a investigadores y curiosos interesados en asomarse a otra etapa de la historia en que el hombre es, por primera vez, causante del cambio climático. Mitigarlo ya es harina de otro costal: otro viaje en el que deben enrolarse gobiernos, empresas y la ciudadanía.

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